El abuso a menores

Este es un tema espinoso por muchas razones, entre ellas porque el rechazo que provoca hace que muchas veces se piense en bloque —por ejemplo haciendo una afirmación de rechazo— y no en filigrana intentando ir más allá con el pensamiento.

            Lo que el psicoanálisis nos enseña —y creemos que esto puede ayudar a tener las cosas más claras— es, antes que nada, que los niños están también sexuados, es decir, que tienen anhelos como los tenemos los adultos, si bien hasta la pubertad esos anhelos no pasan por lo genital. Todos hemos visto a niñas que antes de aprender a hablar, ante la presencia de algún hombre que les parece interesante (a saber por qué se lo parece en cada caso) se levanta las faldas, a otras que les dicen a sus papás que se casarán con ellos cuando sean mayores, o a niños que tienen una erección cuando su mamá los seca al salir del baño, o que le piden pícaramente a ésta que les frote con la esponja en las zonas que les produce placer… Pueden ser en todos los casos niños normales que aún no han accedido plenamente a la represión y que, por lo tanto, no ponen suficiente límite a sus pulsiones. Para eso está la educación, justamente para ayudarlos a reprimir, ya que no hacerlo les impediría acceder a una vida de niños normales. Y para eso está también el que los padres y demás adultos que rodean al niño o niña, sean capaces de limitarse, es decir, ser adecuados en sus demandas y contacto físico con ellos.

¿Que qué son niños normales? Los que a partir de un cierto momento de su infancia entran en latencia, es decir, dejan en suspenso sus intereses sexuales para ocuparse de otros centros de interés: los amigos, los deportes, la cultura, el juego… Los que aceptan restricciones en su placer, por ejemplo yendo a estudiar en lugar de seguir con los videojuegos, o poniendo la mesa en lugar de seguir con lo que en ese momento les proporciona placer, aunque lo hagan a regañadientes. Serán los que han sido capaces de poner distancia con lo que tanto su cuerpo como su mente les piden solucionar con carácter de inmediatez. Y sólo con unos adultos lo bastante maduros en su entorno, podrán conseguirlo.

Si escuchamos las palabras que utilizan los pederastas como excusa tras el abuso, encontraremos que aluden a que a los pequeños les gustaba, o que se lo habían pedido, o que le provocaron. Y aquí viene la cuestión que nos interesa. Es que cuando los niños y las niñas provocan al adulto, no lo hacen para conseguir lo que el adulto puede aportarles sexualmente. Lo hacen para conseguir multitud de cosas como sentirse halagados porque el adulto los haya elegido, para vencer en la rivalidad con sus hermanos o sus amigos, incluso para experimentar esa cosquilla que provoca lo prohibido. Y eso de ningún modo justifica los actos de un adulto.

Sandor Ferenczi, en un trabajo formidable que tiene ya unos cien años: «La confusión de lenguajes entre el adulto y el niño», nos muestra muy bien esto. Es decir que el niño pide algo relacionado con el amor y el adulto pederasta le responde con la sexualidad adulta. Y ésta en un niño hace estragos.

          Cierto es que los estragos no son los mismos en un niño o niña antes de haber conseguido la represión completa o después. Tal y como nos explica Robert Lévy en: «Lo infantil en psicoanálisis», cuando ya han accedido a la represión, más allá de la confusión que les provoca, tienen a su alcance la posibilidad de envolverlo en algún relato fantasmático que les permite no derrumbarse. Si es antes de la represión, los estragos pueden ser tremendos. Como tampoco es lo mismo que el abuso lo lleve a cabo un padre, tío, abuelo o profesor, todas ellas personas que por su posición han de ser agentes en el trabajo de maduración del niño y la niña. En estos casos el estrago es aun mayor que si es otro niño quien se lo hace.

          Ilustramos nuestras palabras con un microrrelato que nos parece una hermosa metáfora de lo que hemos querido plantear más arriba.

EL FRANCOTIRADOR Todos los días, mientras esperaba el ómnibus, un niño me apuntaba desde un balcón con el dedo, y gatillaba como un rito su arma imaginaria, gritándome “¡bang, bang!”. Un día, solo por seguirle el rutinario juego, también yo le apunté con mi dedo, gritándole “¡bang, bang!”. El niño cayó a la calle como fulminado. Salí corriendo hacia él, y vi que entreabría sus ojitos y me miraba aturdido. Desesperado le dije “pero yo solo repetí lo mismo que tú me hacías a mí”. Entonces me respondió compungido: “sí señor, pero yo no tiraba a matar”.

(de Armando Macchia, Primer premio de la III Edición del Concurso Internacional de Microrrelatos Fundación César Egido Serrano – Museo de la Palabra).