En el colegio no había semana que no nos torturaran la mente con la Historia del Santo Job: que si tenía una gran paciencia, que si sufría sin quejarse, que si amaba tanto a Dios que estaba dispuesto a aguantarlo todo… y que en eso no se parecía nada a nosotros, niños y niñas díscolos y desagradecidos con todo lo que la vida nos proporcionaba. Eso hacía que tuviéramos un poco de manía al santo, igual que se la teníamos al primito Felipe o a la primita Mariloli con quienes también nos comparaban todo el rato porque no llevábamos como ellos los calcetines subidos hasta la rodilla, sino hechos un gurruño disforme en los tobillos, o porque nuestras trenzas mostraban un deshilachado nada propio de una niña formal.
Pero hace algunos años, buscando una cita para un trabajo, nos dio por leer la historia de Job en la Biblia y nos encantó. No tenía nada que ver con lo que nos habían contado en la infancia… como suele pasar con casi todo.
Resulta que Job que era un hacendado riquísimo, por lo que daba gracias a Dios a todas horas, es puesto a prueba por Satán tras una conversación con Dios en la que le apuesta a éste que si le caían al riquísimo unos cuantos males encima, dejaría de ser tan piadoso. Prueba que Dios acepta en dos etapas: en la primera le dice a Satán que puede tocar los bienes de Job, pero no su persona. Después de arruinarlo y acabar con sus hijos, el pobre Job sigue alabando a Dios. Entonces Dios permite a Satán que toque su salud, pero no su vida, y ahí es donde lo llena de llagas purulentas y enfermedades de pies a cabeza. Lo que Job hace entonces es dirigirse a Dios para preguntarle por qué le envía a él todos esos males y no a los malvados. Pero Dios no le contesta, claro, porque ¿qué va a decir? Pero Job sigue sin maldecirlo y, lo que es más importante para nosotros (me refiero a los psicoanalistas), tampoco se pasa el día quejándose ni entregándose a su desgracia. Digo que nos interesa porque eso le permitiría hacer el duelo en lugar de proporcionarle una buena depresión.
Una pequeña digresión, porque llegan a verle tres amigos y lo ven tan depauperado que pasan tres días a su lado en silencio. Ejemplo debería tomar toda esa gente que cada vez que se les cuenta un problema se empeñan en darte la solución que por supuesto es la suya, o decirte que tú eres fuerte para soportarlo, o que tienes que mantenerte firme para sostener a los demás. Bueno, luego los amigos de Job metieron bastante la pata, pero a nosotros hoy nos interesan esos primeros tres días de acompañamiento silencioso.
Los finales del siglo XX y los inicios del XXI con sus adelantos técnicos y científicos, nos han hecho creer, al menos a los habitantes del llamado mundo occidental, que tenemos derecho a elegir nuestro destino; y eso porque durante muchos años algunas generaciones de algunos segmentos sociales hemos podido hacerlo más o menos. Sin hambre, sin penalidades, con longevidad. Por eso, creyendo que las vacas orondas iban a durarnos para siempre, nos hemos empeñado en ser nosotros mismos y en no formar parte de la caterva que tenía que salir a matar al oso para poder comérselo y abrigarse, o más tarde de las miríadas de personas con los pulmones negros de pasar el día en las minas o las fábricas. Estos años nos han hecho creer que somos los únicos responsables de nuestra vida… pero no contábamos con la crisis, con la desaparición de la ingenuidad del poder que ahora por fin ha logrado tenerlo todo calculado y controlado desde las finanzas, la justicia y los medios, con la vejez que nos ha pillado a traición… en fin, no contábamos con lo real y, de ello, con lo que menos contamos es con la muerte. Pero estas cosas ocurren y Job lo sabe.
Creímos también que ya no habría imposibles y eso nos obliga a hacer miles de cosas cada día hasta el agotamiento, como si el día durara cuarenta horas, o nos hace creer que vamos a curarnos de todo, lo que hace que nos desesperemos al creer que es culpa nuestra no lograr lo imposible.
Job sabía que todo podía ser peor frente a lo Real. Que él podía trabajar mucho, orar mucho, pero que si te cae un tsunami de cualquier tipo, real o metafórico, te has jorobado. Que él lo llamara Dios a ese Real es lo de menos[1]. Es que existe lo Real de la genética, de los contagios, de los límites del reloj, del deseo por alguien, el de una vida… etc. Él hacía dos cosas frente a su desgracia. Por un lado le pregunta a Dios a ver por qué si él cumple con el pacto le envía eso —como para decirle que si quiere cambian el pacto, pero que el otro, por mucho Dios que sea, lo cumpla—; y le pide que si quiere su muerte pues que lo mate de una vez pero que no juegue con él, es decir, él intenta lo que puede para estar bien, como un enfermo tendrá que ser disciplinado con su alimentación y medicación, o un deportista con sus entrenamientos, porque pueden rezar mucho o ser muy amables, pero si no se medican o entrenan, pierden. Y por otro lado, sabiendo que ya ha hecho todo lo que podía hacer, simplemente espera -imagino que rogando que no le cayera algo peor, porque sabía que eso podía ocurrir, no forzosamente por mala fe o por algo personal, sino porque puede pasar y entonces pasa. El era un minimalista. Ser minimalistas como Job supondría no seguir reivindicando por comparar nuestra vida al ideal que fantaseamos que debería ser, quizá porque estamos convencidos de que nuestro ego no merece menos que dicha vida ideal. Como dijo Freud: “… todo daño inferido a nuestro omnipotente y despótico yo es, en el fondo, un crimen de lesa majestad”[2]. Qué diferencia con los primeros años del Siglo XX que vivieron nuestros abuelos, y no digamos más atrás, ya que estoy segura de que para mucha gente, poder comer y abrigarse era ya motivo para echar cohetes.
Ahora bien, tampoco vemos en Job esa actitud de aceptar, asimilar y resignarse que algunos pretenden ser la más madura o la más cristiana o la más zen y que ahora viene con aroma oriental y new age. ¿Por qué hay que aceptar los males, ni mucho menos ese latiguillo que se escucha hoy de que han venido PARA algo? ¡No señor, hay cosas que no vienen para nada! Pero vienen. Otra cosa es no negar que eso ha ocurrido, reconocer que puede venir y que está ahí… un poco como Alien.
De todos modos, al conversar con Dios Job no lo hace en un tono reivindicativo, y simplemente con pensamiento y palabra intenta trabajarse un nuevo acuerdo con Dios, igual que el enfermo maduro se trabaja su salud en lo que puede y espera a que todo pase para seguir viviendo su vida lo mejor posible, sin perder demasiado tiempo en lamentarse. No entregarse al lamento evita las depresiones y agiliza los duelos.
No aceptar la desgracia no es estarse peleando todo el día sino, tras ocuparse de aminorarla, dedicarse a otra cosa, lo que es distinto de aceptar, asumir, resignarse. Hay que intentar conectar el deseo con algo, como se pueda, generar proyectos, conectar con gente no envidiosa, alegre. Al fin y al cabo, sabemos desde Freud[3] que la manera natural y espontánea de terminar los duelos es cuando nuestra líbido, nuestro deseo, se liga a cosas nuevas y eso lo hace cada uno cuando puede, porque el proceso de duelo es inconsciente. Pero podemos ayudarle un poco.
También tenemos la frase de Freud: “Setenta años me enseñaron a aceptar la vida con serena humildad”[4]. Claro, pero eso no es resignarse, sino saber que la vida es así y que no tienes a quién quejarte porque te va a dar igual. Pero ojo que la humildad de Freud no era quedarse en su sillón como un pajarito mortecino, sino seguir produciendo hasta el último aliento, es decir, ligando su líbido a lo que a él más le hacía desear: su producción teórica y su clínica.
Eso no quiere decir que el que enferma o el que envejece, o el que pierde algo muy valioso no pueda estar triste. Claro que lo estará. De hecho hay golpes bajos de la vida como el de hacerse viejo que es como salir a un escenario a vivir y que te tiren un tomatazo en plena cara. Pero tristeza no es depresión. A la tristeza tendremos que hacerle un hueco en nuestra vida y, a base de intentar ligar nuestra líbido a cosas deseables, esperar a que pase. Pero no es una enfermedad, sino el sentimiento que nos produce una pérdida o un fracaso.
Hay otra frase de Freud que nos interesa para nuestra reflexión. Es un texto que escribe durante la Primera Guerra Mundial y dice así (sugiero que donde dice muerte, leamos cualquier tipo de desgracia): “¿No deberemos de confesar que con nuestra actitud civilizada ante la muerte nos hemos elevado una vez más muy por encima de nuestra condición y deberemos, por tanto, renunciar a la mentira y declarar la verdad? ¿No sería mejor dar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que le corresponde y dejar volver a la superficie nuestra actitud inconsciente ante la muerte, que hasta ahora hemos reprimido tan cuidadosamente? Esto no parece constituir un progreso, sino más bien, en algunos aspectos, una regresión; pero ofrece la ventaja de tener más en cuenta la verdad y hacer de nuevo más soportable la vida. Soportar la vida es, y será siempre, el deber primero de todos los vivientes. La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba”[5].
Job le hace un lugar al imposible, a la falta en todas sus dimensiones. Por eso resiste. No era un melancólico que cree ser nada y tener la culpa de todo. Es alguien que sabe que es un hombre justo, pero que puede sucederle algo malo igual que a uno injusto.
[1] Fue Lacan quien apuntó que Dios y el inconsciente son lo Real (nota para iniciados).
[2] S. Freud: Consideraciones sobre la guerra y la muerte, O.C., Biblioteca Nueva, Madrid 1972, p. 2115.
[3] S. Freud: Duelo y melancolía, O.C., Biblioteca Nueva, Madrid 1972.
[4] Entrevista realizada a Freud al final de su vida y que puede encontrarse en Internet.
[5] S. Freud: Consideraciones sobre la guerra y la muerte, O.C., Biblioteca Nueva, Madrid 1972, p. 2117.