Algunos temas que se tratarán en la Jornada «Violencia en las instituciones… buscando salidas»

  • Un psicoanalista habla del respeto por los espacios: espacios para que cada niño, cada niña, pueda irse haciendo mayor cociéndose en su propia salsa, y no en los corsés de lo que dicta el Ministerio, o desde el ideario de su Centro escolar. Espacios en la ciudad para que los y las ciudadanas hagan la ciudad suya. Espacios para acoger a los que vienen a trabajar y/o a refugiarse. Para quienes tienen distintas orientaciones ideológicas o sexuales. Espacios en las instituciones para minimizar la tensión existente entre lo público y lo privado, entre las distintas generaciones, entre distintos niveles de jerarquía…
  • A los occidentales nos extraña ver cómo los japoneses al encontrarse se inclinan uno ante otro. Todos pensamos que se inclinan hacia la otra persona, pero en realidad se inclinan como respeto al espacio vacío que hay entre ellos. Un espacio necesario para darnos cuenta de que el otro que está frente a nosotros es eso… otro, y no un reflejo de nosotros de quien creemos poder saber lo que piensa, lo que debería hacer, lo que le haría feliz. Es, entre otros, de este espacio del que hablamos los psicoanalistas. Un espacio necesario para la alteridad.
  • La familia es la primera institución. ¿Qué importancia tendrá entonces el tratamiento que se dé a la violencia intrafamiliar, para el futuro de un ser humano?
  • Sabemos que el estrés continuado en el tiempo provoca cambios en las estructuras cerebrales, tanto más en los niños y niñas que aún no han llegado a su plena maduración. ¿Tienen nuestras instituciones la capacidad suficiente para defender a los niños de sus propias familias? ¿Está en esa defensa la implementación de hogares de acogida sanos para que los niños y niñas puedan hacer lazos afectivos necesarios para su desarrollo, de lo que en las Instituciones que acogen a los niños no disponen?
  • El acoso promueve la segregación de los diferentes. En el caso de que los segregados sean niños o adolescentes, al estar en busca de una identidad que les dé valor a los ojos de alguien, la encuentran formando parte de grupos cerrados, sectas, grupos terroristas… y cuanto más fuerza aparenten tener esos grupos, más identidad creerán tener ellos.
  • En los anuncios de trabajo, cada vez se ve con más frecuencia, tras el anuncio: «Se busca persona con tales títulos, carné de conducir… etc.», un añadido: «Dispuesto a aceptar la presión de trabajo». Algo así como: luego no te quejes si no duermes y tienes que tomar una ayudita para ello o para estar despierto o para estar AUN MÁS despierto (ya nos entendemos)… No te quejes de estrés, ni de que tus hijos cuando lloran le echen los brazos a la niñera antes que a ti o de que se te ha cerrado el estómago por el estrés o la comida basura. Es una violencia aceptada a cambio, en general, de un salario de porquería. Es la violencia institucionalizada de estos inicios de milenio que parece venir para quedarse. ¿Cómo es posible que en un planeta en el que se hizo la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sea más importante el capital que el ser humano? ¿Podremos ir encontrando salidas?

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¿Niños o trastornados?

(Publicado en el Huffington Post, el 24 de febrero de 2016: huff.to/1T6nIYY )

niña soplando

El principal problema que encontramos hoy en día en los niños y adolescentes es que están muy mal educados. Yo comprendo que esto no es lo que se espera que diga alguien que, como yo, ha pasado los últimos treinta y seis años trabajando en su cura, pero lo cierto es que se trata del problema más frecuente.

Actualmente, los padres y madres tienen mucho miedo de educar o, mejor dicho, de sufrir las consecuencias que tiene el hecho de educar. Hemos escuchado muchas veces a padres que afirman carecer del valor de decir no a sus hijos -¡a veces de ocho o nueve años!-, porque éstos los miran enfurruñados o porque los amenazan o, lo que es tremendo, porque si les impiden algo, no parecen felices. Y entonces, los niños y niñas, en lugar de crecer como seres humanos, se crecen, lo cual no es lo mismo. Se crecen, aumentan las peleas, las rabietas, y entonces, llega un profe del colegio que sugiere que puede tener un trastorno. Y ahí ya la hemos fastidiado, porque los padres acudirán con él o ella a un psicólogo educado en una multiplicidad de técnicas de curar, a un psiquiatra joven que sabe mucho de química y de trastornos, y entonces diagnosticarán eso: un trastorno.

Evidentemente, hay otro tipo de problemas más graves: psicosis infantiles, autismos, etc, pero esos problemas los ha habido siempre y, por supuesto, hay que prestarles toda la atención del mundo y medicarlos. Pero la cuestión hoy en día es que problemas pasajeros que son propios de las vicisitudes del crecimiento, al ser convertidos en trastornos, aumentan. De la misma manera que aumenta la clientela de los laboratorios farmacéuticos que tendrán un filón asegurado desde prácticamente el nacimiento hasta la tumba. Desde el punto de vista económico, es impecable y ésta, y no otra, es la razón de que en los últimos DSM haya crecido el número de trastornos posibles, al mismo tiempo tiempo que crece la prescripción de medicamentos a los niños y niñas desde bien pequeños.
Eso ocurre con la complicidad de algunos profesores que, gracias a la medicación, tienen que hacer menos esfuerzo para mantener tranquila a su clase. O de los padres que, cuando lo que ocurre es que su pequeño o pequeña tiene un trastorno, ya no tienen que cuestionar nada de su vida familiar.

Pero nada de esto puede solucionarse sin tomar en consideración el tiempo. Sí, el tiempo que es necesario para que un niño se vaya haciendo mayor, el tiempo para pasar los padres tiempo con ellos charlando de las vidas de cada uno, el tiempo para escuchar a los niños y adolescentes que vienen a nuestras consultas, sin tener que hacer que sus palabras se ciñan al protocolo de preguntas que es obligado hacerles, y el tiempo que necesita una terapia psíquica para que pueda ser considerada como tal.

Que al paciente se le diga que hable de todo lo que se le pase por la cabeza y se le dé tiempo para ello (como ocurre en algunas consultas privadas y en algunas públicas), inaugura un principio de algo diferente, donde sus síntomas ya no van a ser algo extraño a su vida y a su devenir como sujeto, ya no van a ser el signo de que son unos trastornados (que es lo que se dice de quien tiene trastornos). No, los síntomas estarán engarzados con su historia, con su historia personal, familiar y social, y se van a ir modificando y desapareciendo a medida en que –y esto dependiendo de la edad del niño o niña– se vaya construyendo un armazón simbólico hasta entonces frágil, o bien se vaya deconstruyendo su cotidianeidad, su vida familiar, escolar y social.

Esta desaparición de los síntomas a medida que se van cocinando en su propia salsa, a medida que van hablando sobre las cosas que les suceden en la vida, no es lo mismo que suprimir la angustia que viene acompañando a los síntomas a base de medicación, sin intentar saber e intentar modificar lo que está pasando. Desde luego que la medicación es a veces una gran ayuda, pero nunca debería sustituir la palabra verdadera, esa con la que el niño va contándonos su niño secreto, que tanto sabe del sufrimiento, o esa que va sirviendo para apuntalar a un ser humano que es demasiado frágil para soportar todos los tsunamis vitales.
Lo que se considera progreso no siempre lo es: maestros y padres más tranquilos teniendo que hacer menos esfuerzo para educar. Medicinas para el dolor de vivir. Si no, piensen en aquel personaje de la literatura española para niños de mitad del siglo XX que aparece en el libro ‘Cuchifritín, el hermano de Celia‘ (http://www.casadellibro.com/libro-cuchifritin-el-hermano-de-celia-2-ed/9788420696720/74080)  y que fue lectura de tantos españoles. Cuchifritín era un niño muy revoltoso que desesperaba a sus padres y lo ponía todo patas arriba, pero a nadie se le ocurría decir que ese niño tenía un ‘Trastorno de hiperactividad con o sin déficit de atención’, el famoso TDAH (http://www.infocop.es/view_article.asp?id=6012&cat=47), ni mucho menos se le ocurría a nadie medicarle. Sólo lo educaban. En esos tiempos, el niño era sólo un niño: revoltoso, movido, inquieto, como se decía entonces, pero nunca un trastornado. Y nadie tenía miedo de educarle, de decirle que no, de dejarlo castigado en su cuarto sin postre y soportar su cara enfurruñada.

La disminución del tiempo para escuchar al niño se corresponde con el hecho de que el destino de los tratamientos psicológicos está cada vez más en manos de gestores y no de psiquiatras y psicólogos. Estos últimos, los facultativos clínicos, tienen cada vez peor formación en lo relativo al arte de escuchar, aunque cada vez conocen más técnicas psíquicas fáciles de aprender para alguien sin experiencia, técnicas que no dejan lugar a la escucha verdadera. Además, pierden su tiempo de trabajo en responder a las peticiones de evaluación e informes de los gestores de la salud cuyo poder es cada vez más abusivo. De este modo, el mundo de la empresa y sus valores, como la eficacia a corto plazo y la rentabilidad, priman sobre otras consideraciones. Eso es muy grave siempre que se trata de seres humanos pero, sobre todo, en edades en las que se está configurando lo que será un ser humano adulto digno de ese nombre.

(Pueden leer en este mismo blog la entrada «Hiperactividad»: http://wp.me/p2EKBM-3e )

Chicote: pesadilla en la educación *

Chicote se lo ha ganado. Y no es cosa del guión, porque aquí no hay guión que valga. Él es como un Lucky Luke de hoy que en lugar de llegar montado sobre Jolly Jumper, llega a pie a los restaurantes que tiene que reflotar, llevando como única arma sus batas estampadas y coloridas… Bueno, como única arma no, ya que posee y usa la más importante de todas: la palabra; una palabra que maneja con verdadera autoridad.

         Y lo que se ha ganado Chicote no es ni más ni menos que el respeto de los niños españoles, tan faltos como están de una verdadera autoridad. Lo supimos al poco de empezar el programa por los comentarios que nos hacían nuestros pacientes más jóvenes. Uno de ellos nos decía que él a sus padres no los respetaba porque no le decían la verdad, le levantaban todos los castigos para no tener que fastidiarse ellos y, al preguntarle si respetaba a alguien, dijo que a Chicote. Otro, iniciando la adolescencia, nos comentó que él ya no creía en nadie (es lo suyo) y añadió:

—Bueno, sí, en uno: en Chicote. ¡Ah… y también en Jesucristo!

Ya se imaginan que no tuvimos más remedio que ver el programa y lo cierto es que nos encantó, seguramente por la misma razón por la que les gusta a los niños (otras veces es peor porque nuestros pacientes nos hablan de espeluznes como Scream o Pesadilla en Elm Street y a veces hay que verlas si queremos enterarnos de qué va la vaina que tanto los mueve).

La trama es siempre la misma: Chicote llega a un restaurante de algún rincón de España, pide algunos platos de la carta y empieza a probarlos. Y ahí, con su voz rasgada empieza a hacer llover las críticas: que si esto está pasado, que si estas patatas zapateras, que si habrá que aprender a nadar en aceite… aunque a veces también reconoce los méritos. Y las críticas las hace sin ánimo de hacer daño, ni de poner su imagen por encima, no; él dice lo que ve, apoyándose en la autoridad que le dan el programa y su mucha experiencia en los fogones (qué importante es tener un sostén simbólico para poder ejercer la autoridad).

Después comienza a charlar con los hermanos Dalton gastronómicos, es decir, todos los que trabajan ahí: cocineros, camareros, dueños. Claro, es la vida misma, así que nos encontramos con un despliegue psicopatológico abundante en el que predominan los narcisistas incapaces de reconocer que no lo hacen correctamente, los jefes que quieren el amor de sus empleados y por ello son incapaces de hacerlos trabajar bien, o los jetas infantiloides que piensan que yendo de buen rollito, o siendo cariñosos con los clientes, ya les puedes hacer tragar puro guano. A todos ellos, Chicote les dirá cómo se dirige el trabajo en una cocina implantando una jerarquía hasta entonces inexistente o laxa, les enseñará a crear una carta exquisita y mandará a un equipo de decoradores a rediseñar el local. Bueno, a veces también los regaña a tope, pero hay una base importante y es que los regañados saben que lo que Chicote dice no es para conseguir sus propios intereses (más allá de su interés de que el programa pite bien), sino para que el local funcione. Fundamental.

Pero volviendo al tema inicial que es el porqué los niños españoles no dejan de hablarnos de Chicote a los psicoanalistas, pensamos que tiene que ver con el modo en que éste ejerce la autoridad. Es una autoridad que se basa en la palabra, pero una palabra veraz, directa, sin semblantes. Y la autoridad que él recomienda a los dueños o a los jefes de cocina es la que él ejerce: la de la prohibición y no el impedimento. ¿Qué quiere decir esto?

Que podemos prohibir a un niño que abra determinado mueble de la casa y explicárselo diciéndole, por ejemplo, que lo que hay dentro concierne sólo a los mayores, lo que al niño le dará unas ganas importantes de abrirlo, pero también aprenderá lo que es la confianza depositada en él. O bien, podemos decirle que dentro hay un perro rabioso, lo que hará que no lo abra. O podemos cortarle las manos para que no pueda hacerlo más (esto suma el problema de la metonimia, pero eso lo dejaremos para otra entrada).

Prohibírselo supone el ejercicio de la autoridad e implicará que el niño cavile sobre los motivos que le dan los padres, o sobre qué habrá ahí tan interesante, o sobre qué pasaría si abre sólo un poquito. También implicará que si abre, luego se sentirá culpable, o pensará que los padres se han dado cuenta… todo ello son maneras de hacer trabajar la subjetividad, puesto que es el conflicto lo que desde los primeros meses de vida genera el pensamiento y hace madurar las mentes por llevarlas hacia la simbolización (ver la entrada: http://wp.me/p2EKBM-3p). También hace que los niños digan a veces cosas desagradables que hieren un poco el narcisismo de los padres que se pretenden maravillosos.

Impedírselo, sin embargo, es el ejercicio del autoritarismo. El autoritarismo no es sólo imponer la autoridad por la fuerza propia; en el ejemplo que hemos puesto, la fuerza la tendría el perro rabioso, pero es lo mismo: impedir sin consecuencias. Los padres de ese modo no se mojan, no se comprometen con su función, no están ya obligados a explicar mil veces y responder a los «¿Pero por qué no puedo?» con argumentos. Es como si el perro estuviera allí porque sí, y como si los padres no tuvieran ninguna responsabilidad en ello. Eso los pone del lado de los niños, como si dijeran a sus hijos: «fíjate qué fastidio, que no podemos abrir porque hay un perro rabioso». Cierto es que las personas con autoridad, cuando están ya hartos de argumentar, han de ser capaces de decir un «Ya basta» o un «Se acabó».Pero cuando los padres no asumen su función, dejan solos a los niños. Es una forma de abandono.

Lo diremos con palabras prestadas, estos padres infantiles: «Querían elogiar la vida, no querían el dolor que es necesario para vivir, para sentir y para amar»[1]. Porque amar a los hijos implica educarlos y, para educar, hay que acostumbrar a los niños y niñas a asumir una jerarquía. No somos todos iguales. Quienes han decidido traerlos al mundo, o acogerlos, o adoptarlos que para el caso es lo mismo, han asumido subir de generación, lo que es un hecho simbólico. Antes eran hijos e hijas independientemente de la edad que tuvieran, ahora son padres y madres y tienen que comprometer sus actos con el deseo que los colocó en esa posición.

Ahora bien, si los pequeños aún no saben hablar, más vale poner un candado doble en el armario donde se guardan la lejía o el aceite. Si ese impedimento se acompaña de palabras, poco a poco los niños y niñas irán adaptándose a lo que quiere decir prohibir y no necesitaràn de candados ni de perros rabiosos.

En resumen, el ejercicio de la autoridad implica el compromiso de unos padres o de unos gobernantes adultos, ayuda a los niños y a los ciudadanos a ir hacia la simbolización y, por lo tanto a crecer como sujetos, y eso implica una pérdida para los padres y gobernantes (pérdida de la fama de ser los mejores del mundo, por ejemplo). Es de orden ético.

Sin embargo, el ejercicio del impedimento es más bien de orden moral (en España tenemos ahora muestras abundantes de esto), supone unos padres y gobernantes infantilizadores que sólo persiguen sus propios intereses, que tratan a los niños y gobernados como cosas, engañándolos o impidiéndoles sin apelación posible, no les ayudan a crecer como sujetos y sólo piensan en sostener su fama para, en el caso de los padres, mirarse en el espejo cada noche sintiéndose buen padre o madre y, en el caso de la política, ganando las próximas elecciones. Encontramos una frase maravillosa de James Freeman Clarke que dice «Un político piensa en la próxima elección. El hombre de Estado en la próxima generación» que nos parece que resume bien lo que queremos decir.

Y ahí sigue Chicote, dando más sentido que nunca a la canción de Lucky Luke: «I’m a poor lonesome cowboy, and a long way from home«. Y es que en este mundo neoliberal, individualista y egoísta a ultranza, cada vez es más solitario el ejercicio de una verdadera autoridad[2].


* Chicote es un excelente cocinero español contratado en un programa de televisión llamado ‘Pesadilla en la cocina’ en el que se dedica a reflotar restaurantes de capa caída.

[1] (Del blog: http://veronicaboletta.wordpress.com/2014/03/09/domingos-musicales-ella/ )

[2] La idea del impedimento versus prohibición, la tomamos de: «Les couleurs de l’inceste. Se déprendre du maternel», de J-P Lebrun.

La enseñanza… esos acordes

No podemos decir que sepamos mucho de educación, más allá de nuestro paso por el colegio y por la Universidad, y más allá de seguir rodeados de maestros que continúan haciéndonos pensar y nos ayudan a encontrar nuevos matices clínicos o una nueva musicalidad en la teoría psicoanalítica.

Pero últimamente hemos encontrado cuatro ocasiones en las que algo en relación con la enseñanza ha tenido para nosotros efecto de transmisión.

             En primer lugar fue en la película «El último concierto» (‘The late quartet’, de Yaron Zilberman). En ella, el personaje interpretado por Christopher Walken, cuenta una anécdota de sus tiempos de principiante como solista de violonchelo. Dice que hizo una audición frente a Pau Casals que le salió de absoluta pena y que cuando terminó esperaba recibir de éste una crítica feroz. Sin embargo lo que recibió fue una sola palabra: «irreprochable» (o algo así, no recordamos bien), lo que le extrañó sobremanera. Muchos años después, siendo ya concertista, vuelve a encontrarse con Pau Casals y le recuerda aquella ocasión, comentándole que nunca entendió cómo no le había masacrado con lo mal que lo hizo. Pau Casals agarró su violonchelo e hizo unos acordes y le dijo: «Usted tocó esto, y estos acordes los hizo irreprochablemente», es decir, que destacó lo bueno de aquel joven inexperto que tan mal había tocado, lo que seguramente le sirvió a aquel para no hundirse en los inicios de su carrera.

El siguiente comentario nos lo hizo alguien hace ya muchos años. Consistió en decir que al alumno no había que considerarlo en función de lo que esperábamos de él, sino en función de hasta dónde él o ella habían podido llegar. En efecto, si sólo alabáramos a los alumnos cuando logran lo que esperamos de ellos, en realidad los estaríamos convirtiendo en objetos que nos sirvieran para darnos más brillo, pero no los respetaríamos como sujetos que están en un camino que les es propio, no en el nuestro que ya está hecho, o casi.

La tercera ocasión que nos han dado para pensar en la enseñanza ha sido por parte de nuestra colega de Pamplona, Cristina Catalá. Hace poco, en unas Jornadas, Cristina nos habló de uno de los profesores que ella había tenido en Suiza, profesor de matemáticas. Decía que no es que el profesor les enseñara matemáticas, sino que parecía que el profesor hacía el amor con las matemáticas delante de ellos, sus alumnos. Y que eso tuvo un efecto de transmisión enorme, es decir, que les hizo apreciar las matemáticas.

Dejamos para el final el comentario de otra colega, Lola Monleón, que en su trabajo con niños autistas observó que si ella iba detrás de ellos empeñándose en hablarles, en hacerles interesarse por ciertas tareas, en algo así como un «¡déjate enseñar!», la demanda era la de ella y no obtenía de los niños y niñas sino un total desinterés, ausencia de atención, etc., lo que suele ser habitual en los niños y niñas autistas. Comprendió que los niños con autismo necesitan también ser tratados como sujetos y así, ella se quedaba en su sitio y entonces los niños y niñas venían a pedirle que fuera a tal sitio, o que pusiera tal música. Pero era la iniciativa de ellos, a demanda de ellos, no de los adultos.

         Y es que difundir conocimientos no es lo mismo que transmitir la pasión por una materia, o por aprender.

El conflicto

Con la noción de conflicto pasa algo bastante raro, sobre todo por la evolución que ha tenido. Hoy día, todo lo que suponga conflicto, lo conflictivo, hay que corregirlo o bien dejarlo fuera, ya que el conflicto se ve como algo negativo. Desde luego, si lo que queremos mantener a toda costa es un ideal de la vida como una balsa de aceite, algo así como el mundo feliz que describía Huxley, un mundo de seres idiotas que trabajan para unos pocos listillos, entonces evidentemente el conflicto es algo que debemos rechazar. Pero es que no vemos lo interesante de ese mundo ideal.

Sin embargo, hace no mucho más de un siglo, Freud no paraba de elogiar el conflicto como fuente nada menos que de la vida psíquica. En efecto, ya desde su «Proyecto de una psicología para neurólogos», uno de los primeros escritos suyos, y en el que leemos a un Freud que era todavía más médico que psicoanalista, dice que el bebé tiene regulado su cuerpo para calmar cualquier estado de tensión, y siempre tiende a una tensión cero. Qué bien, qué calma. Ya, pero si no hay tensión podría quedarse en ese estado de plenitud boba el resto de su vida. Se quedaría así, si no fuera por lo que Freud llamaba en aquel momento «los apremios de la vida», es decir, el hambre, el frío, los gases de las tripas, los ruidos y la luz excesivos, los meneos, o ese maldito pellizco que le da su tío en el moflete cada vez que pasa por su lado. Esos apremios que podemos llamar tranquilamente conflictos, hacen que el bebé salga de su estado de nirvana y proteste. Y que al protestar, entre en relación con ese mundo y madure.

Podemos imaginar, por ejemplo, que el bebé llore de hambre y a la mamá no le da la gana todavía de volver a prestarse al papel de vaca lechera. Ahí hay un conflicto. Es un buen conflicto. La mamá se permite por unos minutos no tener que ser la madre ideal (aunque seguro que lucha contra su culpabilidad, otro conflicto), y hace que el niño espere mientras ella se hace unos mimos con su marido, o mantiene una interesante conversación telefónica, o tiene que terminar un capítulo de su tesis doctoral. Y mientras tanto el niño grita y aprende así a no quedarse en el molde en el que los demás le quieren colocar para que no moleste (de ahí la consabida frase «el que no llora no mama»).

Entonces ¿es bueno o no es bueno el conflicto? Y entonces ¿por qué se empeña ahora la gente en querer suprimirlos? En lugar de eliminarlos, investiguemos de dónde vienen los conflictos y su utilidad.

El pensamiento mismo nace de otro conflicto: resulta que el bebé lo quiere todo, lo quiere ya mismo, lo quiere sin hacer ningún esfuerzo y lo quiere sin tener que dar nada a cambio. Qué listo. Pero aquellos que les tocó ser sus padres están obligados a educarlo, es decir, a convencerlo:

–              De que no se puede tener todo (y por lo tanto es una estupidez insistir en ello).

–              De que existen los plazos, las esperas…

–              De que todo lo interesante exige esforzarse para obtenerlo.

–              De que es necesario entrar en intercambios con los demás, en lugar de considerarlos máquinas a su servicio u objetos desechables.

Sólo teniendo que enfrentarse a las cortapisas que les ponen los padres y la vida misma, los bebés serán obligados a usar el pensamiento para encontrar salidas. ¿Ven lo útil del conflicto?

Vamos a pensar en otro conflicto saludable: el que se produce en la adolescencia. Hasta ahí, el niño y la niña habían aceptado las consecuencias de la educación y eran fantásticos: estudiosos, deportistas, buenos nietos, sobrinos, hijos, es que no cabía más. Y de pronto, con los ardores de la pubertad, los niños y niñas empiezan a darse cuenta de que sus padres no actúan cotidianamente por el bien de la humanidad, ni siquiera siempre por el bien de la familia, sino por sus propios intereses humanos, o bien por sus deseos como hombre o como mujer (y eso que los niños aún no se han percatado de que sus padres, además de serlo, son un hombre y una mujer o dos hombres o dos mujeres). Entonces los niños no quieren renunciar a ese placer que empieza a insinuarse, o incluso a golpear en su cuerpo, aunque responder a ese placer suponga dejar de ser el niño o la niña maravillosos y decepcionar a sus padres. Ya no querrán ese lugar, esa jaula de oro que habían labrado para ellos sus mayores, sino más bien irse fabricando su propio lugar, su propio camino. Pero todo esto no se hace sin un duro conflicto con la generación de más arriba.

¿Y a quién se le ocurriría decir que este conflicto es malo? ¿No es más bien necesario para el progreso de la vida, para la maduración de cualquier ser humano? No entendemos entonces por qué el DSM (catálogo de enfermedades mentales) ha creado el «Trastorno de oposición desafiante», en el que se pretende encasillar a cualquier adolescente o joven que se enfrente a sus mayores con cierto grado de hostilidad. Qué vivillos los laboratorios farmacéuticos… así consiguen que se mediquen toooodos los adolescentes del mundo y de ese modo consiguen más dinerito en el bolsón.

Cierto es que no todos los adolescentes que se oponen, lo hacen en su progreso hacia la madurez. Hay algunos, cada vez más, cuya negatividad y oposición los hace incapaces de convivir y de labrarse un futuro. Son los que necesitan ayuda. Ahora bien, ¿podemos sostener que estos jóvenes tienen un trastorno? ¿Hemos escuchado a sus familias? ¿Seguro que la ayuda que necesitan es farmacológica?

Si los escuchamos, vamos a encontrarnos con algunos problemas en la generación de sus padres. Veamos:

  • Por un lado encontramos a madres muy seductoras con sus hijos, que para no tener conflictos con ellos (ojo a lo perjudicial del conflicto rechazado), les han concedido todo, haciéndoles creer que sus hijos y ellas pertenecen a la misma generación, como si fueran amigos, consensuando todo, haciendo sentir a sus hijos que son los reyes de la casa. Mientras el niño fue pequeño (este caso les sucede sobre todo a los varones y sus madres) la cosa tenía gracia, el niño era algo repipi y se las daba de mayor, pero qué gracioso. Ahora bien, cuando el niño tiene ya dieciocho años y unos músculos que para qué, cuando se pasa el día amenazando a su madre con partirle la cara o la casa, el tema deja de ser gracioso.
  • Otras veces encontramos a padres también muy seductores con sus hijas, a las que rápidamente colocan en un estatuto de esposa-madre para que los sostenga y les haga la vida cómoda. El problema es que si las niñas ceden, las jóvenes pronto se avergüenzan de tener un padre tan flojo y empiezan a insultarle y a no poder soportar su presencia. ¿Seguro que habría que medicar a estas chicas?
  • También encontramos padres y madres que niegan la evidencia a sus hijos y sin una sola palabra que se sostenga, veraz. Todo por huir de los conflictos con ellos.

Imponer la autoridad (que no el autoritarismo) a los hijos es algo muy incómodo y necesita padres y madres maduros para hacer que su palabra se sostenga, padres y madres que no tengan miedo de mostrar a sus hijos que no son amigos de ellos, que hay una brecha generacional insalvable. Enseñarles eso es permitirles ver que no todo es posible en la vida. Es incómodo imponer autoridad porque cuando los padres lo hacen, los hijos los miran con odio, porque se enfadan, porque dejan de hablarles. Claro, los hijos siempre tocan donde duele y empujan a ver dónde los padres ceden, y cuando los padres no ceden, los hijos se enfadan. Es normal. Es un conflicto normal. No vemos qué habría que medicar aquí.

¿Pero qué adultos ha generado el siglo XX que no son capaces de sostener la mirada enfurruñada de sus hijos? Poner el nombre de un nuevo trastorno a cada mirada enfurruñada e intentar eliminarla a base de medicamentos, ¿seguro que es mejor que educar?