Entrega amorosa con trampa

Sí, algo huele a tramposo… pero en esta ocasión no vamos a hablar de política. Vivimos en un mundo en el que hemos cambiado la utopía por el afán numismático… Ah, ¿que no es numismático sino crematístico?… Bueno, preferíamos la primera palabra que, aunque no fuera la apropiada, nos gustaba por estar ya en desuso y, además, nos recordaba al latín. Ah… ¿qué ya no se dice crematístico, sino bling bling? Pues tendremos que acercarnos por alguna academia de inglés, porque también cada vez que abrimos el dominical de algún periódico, encontramos términos como «el bolso it«, «la chica it«, el backstage, y cuando la peluquera nos dijo que iba a poner un negocio con showroom, no sabíamos si se trataba de una peluquería, una bombonería o de un SPA (antes balneario, pero respetamos la palabra spa porque también nos recuerda al latín y por lo tanto es casi revolucionario).

            Pero ya nos hemos ido por los cerros de Úbeda, cuando de lo que queríamos hablar es del susto que nos llevamos al encontrar en la tele un anuncio… creemos recordar que de Kinder bueno, o del huevo Kinder, en que tras una escena de mimos de límites algo confusos entre la mamá y el hijo pequeño, dicen algo como «Kinder… un placer compartido», y suena de lo más sexual. Quizá estábamos influidos por un anuncio anterior de Kinder en el que se decía: «Una historia sencilla entre madre e hijo» y Kinder aparecía como ese objeto que comparten entre ambos, sin que el anuncio nos permitiera enteraros bien de en qué consistía la sencillez, ni si esa pretendida sencillez sólo iba a complicarle la vida al niño.

            No nos habíamos recuperado aún, cuando vimos otro anuncio de Nenuco en el que la mamá dice algo así como: «Yo, mamá, me entrego a ti, Nico (obsérvese la homofonía entre el nombre del producto y el del niño), para mimarte y cuidarte todos los días de mi vida»; y también «hay amores que huelen a Nenuco»…..

¡¡¡Ehhhh, Alto, Achtung, Halt!!!  ¿No es esa la fórmula que se usa en las bodas religiosas cuando el novio y la novia se dicen eso de «Yo, me entrego a ti en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe»?

            ¿Es que los publicitarios no tienen límites? ¿Es que se educaron en los ochenta y les dijeron que todo valía? Bueno, sí, es cierto que los padres —en general más las madres— cuando son dignos de tal nombre, hacen un auténtico acto de entrega con sus hijos. Acto al que en algún momento van a tener que restarle un poco, si quieren seguir manteniendo una buena relación de pareja. Ya dijo el psicoanalista D. Winnicott que no se trataba de si una madre era buena o mala madre, sino que lo importante era que fuera una good enough mother (lo ponemos en inglés para que no piensen que no conocemos de este idioma ni siquiera el abc, porque no se trata de eso), es decir, una madre lo bastante buena para sostener a su hijo/a en los primeros tiempos aportándole las necesidades básicas de alimento, calor y afecto. Pero no olvidemos que una madre es también lo bastante buena cuando no toma a su hijo/a como el pretendido objeto que va a hacerla feliz, sino que da paso a un espacio vacío entre su hijo/a y ella que en un primer momento vendrá a ser ocupado, o no, por el padre pero que, en cualquier caso, permitirá que el niño se convierta en un sujeto de su propio deseo. Venga o no el papá a ocupar ese espacio, siempre será desde un lugar tercero desde el que se nombrará la diferencia entre ese yo y ese tú que son mamá y su hijo/a, lo que hará de ellos dos personas distintas y no una el reflejo de la otra… Son esas cosas de la lógica que hacen que si sólo hay dos, no hay ningún lugar desde el que se puedan ver como dos, y entonces es como si fueran uno. Espacio que en el anuncio de Kinder ocupa el chocolate y en el de Nenuco, el frasco de colonia.

            Ah, entonces ya lo vamos entendiendo. Entendemos que lo que vende es que las mamás se casen con sus niños (son varoncitos en ambos anuncios) y que lo único que pongan como tercero entre ellos sea un producto de consumo. ¡¡¡Venga, venga, a consumir y a que nos consuman!!!

            Pues el otro día encontramos en las redes una historia tremebunda que ya no es de tuto, sino de muete. Copiamos y traducimos lo que el periodista relataba: «Esto es la historia de una pareja feliz, Ali y Ben y su hijita Olivia. A los 31 años, Ali muere de un cáncer fulminante. Olivia no tiene más que un año. Dos años después, cuando están a punto de dejar la casa familiar, Ben decide hacerse fotos con Olivia, reproducir las bellas fotos de novios en la casa. Salvo que en esta nueva versión, la hijita toma el lugar de la mamá al lado del padre». Aquí pueden ver el reportaje: http://leplus.nouvelobs.com/contribution/1085489-sa-femme-meurt-il-refait-des-photos-de-mariage-avec-sa-fille-emouvant-ou-flippant.html

            ¿Es que el mundo se ha vuelto definitivamente idiota, o somos nosotros los que no encajamos? En cualquier caso, deseamos a los lectores de esta bitácora que un excelente 2014 nos regale a todos un poco de sensatez.

Culpas, deudas y el pobre Edipo

Al pobre Edipo le cayó la china, o la perra gorda —como decíamos de la moneda de veinticinco céntimos en la época en que aún existía la peseta. Y es que él pertenecía a una estirpe de lo más griego que había en Grecia, la de los Labdácidas, sobre la que recaía el peso de una deuda antigua. Y ya sabemos lo que pasaba en aquellos tiempos con las deudas: que si no las saldaba el que la había contraído, recaían sobre todos sus descendientes. Por eso él termina tan hecho polvo y sus hijos tan hechos fosfatina, hasta el punto de haber dicho aquello tan horroroso de «Me funai»: ojalá no hubiera nacido.

Aunque aquello tuviera mucho de mito en su modo de expresión, lo cierto es que la historia de la humanidad está llena de ejemplos donde esto se cumple, no por ninguna maldición ni mal de ojo, sino porque los acontecimientos que han hecho marca en una generación y no se han podido elaborar psíquicamente, se transmiten a la siguiente. Eso ocurre, por ejemplo, con los exilios, con las guerras, con los actos poco honrosos de los abuelos que aún avergüenzan a los nietos. Recordamos a un profesor de Semíticas de la Universidad que nos comentó que atribuía la enorme cantidad de matrículas en esa especialidad (hace ya años), a una vuelta de lo reprimido de aquel momento en que los Reyes Católicos expulsaron a árabes y judíos de nuestro territorio y, a los que quedaron, les obligaron a silenciar sus creencias y costumbres.

Cuando cuentan los curas que Cristo vino a redimir las culpas de la humanidad, muchos niños preguntan cuáles pueden ser las culpas de un niño pequeño, y entonces le responden que el pecado original. Claro, los niños se quedan pasmados, porque se supone que ese pecado fue el de Adán y Eva, aunque ante la contundencia de la respuesta, se lo toman como artículo de fe y chimpún. Pero no deja de tener interés la cuestión, porque a partir de que algunos Padres de la Iglesia le dieron relieve a la redención de Cristo, lo cierto es que el ser humano de Occidente, del Occidente cristiano, en general se siente menos cargado de deudas ajenas y transmitidas, y más responsable de sus propias pifias. No hace falta ser creyente para ello, ni haber tenido una educación cristiana, sino que eso está en la sociedad, en el discurso, y lo aprendemos desde niños sin darnos cuenta.

         Eso sí, algunos parecen haberlo aprendido desde la cuna y en jueves (no sabemos por qué se ha perdido esa expresión que decía que lo que te habías aprendido en jueves ya no se te olvidaba), y por eso cada vez que les dicen: «Mire usted cómo anda esto de mal», ellos siguen diciendo que la culpa no es de ellos, sino del anterior gobierno.

        Frente a ese sacudirse las culpas, habría que recordarles que si la redención de Cristo se dice que vino a lavar las culpas pasadas, no puede hacer nada contra el hecho de que somos responsables del lugar en el que nos han puesto nuestro deseo y nuestra palabra.

¡El vestido de su boda!

En el país que ha dado escritores como Faulkner, Highsmith, McCarthy o Eugenides, directores de cine como Allen, Scorsese, Ford o Tarantino, cantantes como Carole King, Whitney Houston o Frank Sinatra, y políticos de la talla de Jefferson, también nacen, crecen e incluso florecen seres que parecerían haber sido sustituidos por los ladrones de cuerpos. En fin, igual ocurre en España que lo mismo produce un Cervantes que una Ana Botella (http://www.youtube.com/watch?v=hhJt3Tzjy8I&sns=tw).

Al inicio de las vacaciones, alguien nos avisó de (¿tendríamos que escribir ‘nos alertó sobre’?) la existencia de una cadena de Televisión llamada Divinity, cuyos programas eran mucho mejores que los documentales sobre fauna de la TV2 a la hora de la siesta en el sofá. Decidimos probarlo en los primeros días de asueto veraniego, dado que la pasión oral del mosquito-tigre, o el apareamiento del babuino de Madagascar, si bien nos hacían dormir profundamente, nos dejaban sin ánimo ninguno para salir a lucir el palmito por las terrazas veraniegas. Y lo hicimos con uno de los programas que dan los fines de semana: «El vestido de tu boda».

El escenario es una casa dedicada a vender trajes de novia, regentada por Lori, una sesentona feílla pero fina y lista, y su hermano, otro sesentón operadillo y tal pero gracioso. Con ellos trabaja un equipo de señoras y señoritas de todas las edades y razas, a cada una de las cuales le es adjudicada una de las novias que llegan buscando su traje. Todo el equipo va vestido de negro, por aquello del contraste con el traje blanco.

La primera siesta fue imposible dormirla, ya que ante tanta cosa increíble, nos dedicamos a intentar pescar las señales de que todo aquello estaba guionizado. Y la verdad que sólo algunas cosas nos pareció que lo estuvieran, porque eso de que la realidad supera a veces a la ficción… es un hecho.

Las buscadoras de traje llegan a la empresa acompañadas de su madre, su abuela, su futura suegra y cuñada, sus amigas y damas de honor, a veces padre y hermanos… en fin, toda una comunidad totémica que pretende que va a funcionar al unísono cuando la prometida aparezca ante ellos con el «verdadero» traje de su boda. Creen además que van a «sentir» cuál es el modelo adecuado y alguna madre dice que el que se prueba su hija en ese momento no lo es porque ella no ha llorado al verla aparecer. Otras veces, una huérfana de madre dice que ésta le está enviando señales desde el más allá de que ESE y no otro es su vestido ideal de novia. ¿Cómo dormir ante eso?

En cuanto a las futuras esposas, discursos como éste merecen un momento de atención:

«Conocí a mi prometido la misma mañana que me hice aumentar el pecho: ¡dos regalos en un solo día! Por eso le llamo mi bizcochito«.

            Ese ‘por eso’ y su lógica, requerirían alguna revisión por parte de Descartes.

De la misma joven, aludiendo a que en la boda quería mostrar por el escote esos encantos que tan caros le habían salido, escuchamos un: ¡Mis amiguitas quieren asomarseeee!

Claro que, además de la memez, tenemos toda una representación de los fundamentos simbólicos de nuestra civilización. Nos referimos a que, guionizados o no, los discursos y actitudes de la futura desposada y los de sus parientes, son como una ilustración de las teorías antropológicas de Lévi-Strauss en su «Antropología estructural». Escuchamos por ejemplo al hermano gemelo de una novia que no quiere soltar su incestuosa presa y pretende ser él quien decida con qué traje se casará su hermana.

Lo mismo vemos en el caso de un hijo —as del baseball— que pagará el traje que su madre va a ponerse en la renovación de sus votos matrimoniales. La cosa es inquietante. porque la madre dice querer un vestido sexy para, en el mismo lote que los votos, renovar de paso el ardor de su marido, y el hijo dice que él no financia un vestido sexy para su madre, sino otro lleno de volantes con el que parece Mami Panchita a punto de hacer una tarta de nata para sus pequeñuelos.

Pero ahí llega Lori, la jefa, con todo su cargamento de sabiduría psicológica del Reader’s Digest, a apuntalar a su clienta llorosa para que muestre sus encantos con un vestido bien ajustado, pasando de ese edipito que tiene por hijo.

Del mismo estilo es algún padre que ante la pérdida que va a sufrir, quiere quedarse entre las uñas algún resto de su pequeña, ni bien sea unas hebras de lazo rosa, y se duelen de verla convertida en una odalisca con traje de sirena que dentro de un momento va a pasar a pertenecer a esa especie de Popeye bien alimentado, cuya foto todas muestran al llegar. Ya lo decía Lévi-Strauss: la mujer históricamente es una moneda de intercambio entre dos hombres con la que estos sellan una relación legítima tanto en los negocios, como en la política, como en… en fin, sabemos que muchos hombres se intercambian a una mujer: su hermana, su antigua novia, para mostrar ante el mundo que ellos no son homosexuales… Las nuevas generaciones de novias independientes han cambiado un poco esta cuestión de la moneda de cambio y sería interesante saber qué dicen ahora los antropólogos sobre ello.

Uno de los padres más interesantes era un pastor protestante que no quería que su hija comprara un vestido concupiscente, es decir, con escote y con los hombros al aire. «¡Con eso no entras en la Iglesia!», le espetó cuando la joven llegó con un vestido de sirena (los de sirena de hombros al aire y escote-corazón son los preferidos de las novias, mientras que los de princesa llenos de cristalitos bordados y grandes vuelos, son los de sus madres). Volviendo a la hija del pastor, al escuchar la negativa de su padre, pudimos ver cómo ese escote pecador se llenaba de ronchas rojizas. He ahí una muestra de no guión previo, ya que las lágrimas pueden fingirse, pero el sarpullido no.

El programa es un auténtico psicodrama en el que no sólo vemos los intentos de la familia de origen de retener a su hija, nieta, hermana, sino también la lucha entre la familia de origen y la nueva familia política para ver cuál de las dos va a dominar en la nueva geopolítica familiar. En este sentido vemos, por ejemplo, a una chica católica que va a casarse con un chico judío. La joven lleva un tatuaje en el hombro, homenaje a Irlanda: dos o tres tréboles bien verdes… ¡pero verdes, verdes!. La suegra dice que los judíos tienen prohibido mancillar su cuerpo con tatuajes y que no soportará que cuando la novia esté de espaldas, todo el mundo pueda ver ese «pepino» (sí, lo dijo) que habría que tapar con unas buenas mangas. Entonces la mamá de la criatura defiende a su nena, con lo que ya no les hará falta cenar juntos en Navidad para que se creen tensiones entre ambas familias. Finalmente, un púdico velo traído por el hermano de Lori disimulará el… pepino.

Podríamos recordar también a esas madres que ven agostar su atractivo sexual al mismo tiempo que florece el de sus hijas, y que se niegan a aceptar un vestido que a la hija le queda absolutamente perfecto. Ya las mitologías griega y romana nos mostraron los efectos de la envidia de los mayores hacia los jóvenes que podemos ver con toda su fuerza en algunas madres de este programa.

En fin, siestas pocas, porque tanta memez es fascinante. Sólo confiamos en que repetirán programas y eso nos permitirá dormir tranquilos. Si no, habrá que volver a interesarse en el salto del león de los documentales de TVE-2 que quizá, en una de esas, se zampe a algunos de los participantes en este programa.

Matar al padre

Es una metáfora, claro, y también una frase que se escucha y se lee con frecuencia: «hay que matar al padre», o «tienes que matar al padre». Y en general, cuando lo escuchamos, nos parece que no se entiende bien el sentido ya que se suele usar como sinónimo de ser rebelde, de oponerse a los designios paternos como hace un adolescente.

            Y algo de eso hay, claro, pero quizá tendríamos que matizarlo. Y es que en el proceso mediante el que un ser humano se hace hombre o mujer, pasará por una etapa infantil en la que el modo que tendrán de fusionarse imaginariamente con su madre, será —o eso creen los niños— matando previamente al padre que es el rival. La fantasía de los niños (más que de las niñas aunque también de éstas) les dice que una vez muerto su padre, ellos y ellas podrán tener junto a su madre el lugar privilegiado de ser el único. Esto es inconsciente para todos, claro, uno no va pensando esas cosas por la calle.

            Claro, el problema es que esa fantasía, como toda fantasía, pasa olímpicamente de la realidad. Y que una de las cosas con las que el humano se choca constantemente es con los imposibles lógicos. ¿Que cuáles son? Pues por ejemplo el que no se puede estar en la misma generación que los padres. ¿Porque está prohibido? ¡No! Porque lógicamente es imposible. De ahí ese refrán español que dice: «No puedes enseñar a tu padre a hacer los hijos». ¿Y por qué no puedo? —dicen algunos—; ¿es que está prohibido? ¡No, hombre, no! ¿Cómo va a estar prohibido algo que es sencillamente imposible? Pues algunos se empecinan en decir que si no está prohibido, entonces es posible. Durillos de mollera que son.

            Vamos a ver, atentos, si pudieras enseñar a tu padre a hacer los hijos, querría decir que él no sabe cómo se hacen y entonces… ¡tú no habrías nacido!

            Hay que ver lo tontos que nos ponemos los seres humanos cuando sólo podemos entender algunas imposibilidades si se les añade alguna prohibición.

            Otra imposibilidad lógica: el pasado no vuelve. ¡Vaya que no! A mí me dijeron que en mi anterior reencarnación fui un cernícalo —dice uno; ¡Pues a mi tío se le apareció Sai Baba que murió hace miles de años! —dice la otra. Vale, diremos nosotros, pero eso es cuestión de fe. También en la película Regreso al futuro el niño se encontraba con la misma edad que su madre siendo adolescente. Bueno, pero eso es lo que tienen la fe, una fantasía o una peli, que nos hacen aparecer como posibles cosas que a veces no lo son.

            Pues algunos se pasan la vida deseando que muera su padre, creyendo los muy ilusos que eso les va a cambiar la vida para mejor, porque mamá entonces no tendrá reparo en guardarlos para ella sola. ¡Si es que no te enteras! Esperando que muera tu padre, tú puedes dejarlo todo en tu vida para más adelante, puedes no aprobar nunca la Selectividad, ni arriesgarte nunca a buscar un trabajo, puedes no encontrar nunca novia y esperar tanto para tener un hijo que tus espermatozoides se jubilen. Vale, puedes dejarlo todo para mañana, pero lo único que vas a conseguir es una vida mustia. Porque mamá, desde luego, es alguien con sus propios intereses, no con los tuyos.

            Y decimos nosotros, matar al padre ¿no será seguir el propio camino aunque los padres se disgusten (que no para disgustarlos), aunque no les parezca bien? ¿No será algunas veces echarse una novia o un novio que no coincide con el ideal que los padres tenían para su hijo o hija? Ahora bien, si matar al padre es no seguir el camino que aquel o tu madre trazaron, sino el tuyo propio, a partir de ahí tienes una responsabilidad, tienes que dejarte los dientes, las pestañas y hasta los higadillos para que ese camino que emprendiste salga bien. De lo contrario, más que matar al padre, lo único que haces es pisarle el dedo gordo.

            Pero oye, si lo tuyo es obedecer y dejarlo todo para más adelante… ¡tú mismo con tu mecanismo!.

Shame – Steve Mc Queen, 2011

¿Vergüenza por qué? Quizá el título podamos unirlo a esa escena en que, recién llegada Sissi a la casa de su hermano, éste con el bate de béisbol penetra la bufanda. Quizá nos habla de la probable historia de abusos sexuales de un hermano sobre su hermana algo menor, en un momento familiar de inmigración, soledad, frío afectivo y adolescencia… Hermano que en estos casos, frecuentemente, ha sustituido al padre en el Edipo de la niña por excesiva distancia de éste con su hija.

Brandon (Michael Fassbender) quiere salir de esa relación, pero Sissi (Carey Mulligan) no puede permitírselo porque la familia se ha vuelto a Irlanda y ella está sola en Nueva York y en una dependencia total de él que parece ser su única persona de referencia (padre, madre, amante) y del que no se ha podido separar. De ahí la repetición de los cortes en el antebrazo, frecuentes en ciertas adolescentes: cortar en la metonimia donde la metáfora de la separación no es posible.

«Quiero despertarme en una ciudad que no duerme», canta Sissi que nos dice que vive como dormida en medio de gente en vigilia. Pero no termina de despertar. Nos habla de su desubicación, incluso de su atopía. Sissi tiene un problema con los límites, con las fronteras, actúa por impulsos en lugar de pensar. Y busca ser reconocida, no sólo querida: «Lo que pueda lograr todo depende de ti New York, New York». La gran manzana, la gran tentación, la gran promesa para inmigrantes. Pero antes que de la ciudad, Sissi depende de su hermano.

Brandon no puede más con esta dependencia. Tener que marcar fronteras infructuosamente con su hermana, hace que él no pueda plantearse relaciones en las que el amor y el sexo estén unidos. Es una versión moderna de la división que algunos hombres que lo llevan mal con la represión, hacen entre la madre y la prostituta, siendo esta última cualquier mujer con la que tengan relaciones sexuales aunque no cobre por ello, y la primera, esa santa a la que cantaba Manolo Escobar («mi hija, mi madre y mi esposa»), a la que no se puede ni tocar. El protagonista está pues condenado a relaciones sórdidas, al goce violento, a estar solo, a la desesperación. El sexo para él es pura descarga de tensión, de angustia, en un escenario en el que un objeto de desecho deambula entre los personajes sin terminar de engancharse del todo a ninguno.

El director sabe que está tratando un tema delicado y que hace gozar con el sufrimiento a los espectadores, por eso tanto en la escena con las prostitutas, como en el suicidio de Sissi, suprime el sonido. Es de agradecer.

Cuando el protagonista tiene la relación sexual con las dos prostitutas, hay un momento en que su rostro es la imagen misma de la muerte. Pocas veces en cine hemos visto una cara de desesperación y de estar perdido como ésa. También en la escena del final, con el telón de fondo de las instalaciones portuarias que son lo único, o al menos lo más sórdido del mar. Aunque es también de ahí de donde se suele partir para iniciar una nueva vida, como señala Paz Sánchez (http://www.tupsicoanalista.es/).

Actor y actriz magníficamente elegidos para una historia dura.

A lenguaje exagerado, todo desbordado

Todos hemos visto esas imágenes en blanco y negro de padres, madres y novias despidiendo a sus hijos o novios en un muelle, o en una estación. Los jóvenes partían a la guerra, o a la emigración, destinos ambos de cuyo porvenir se podía dudar. Podíamos ver al padre con cara seria y conteniendo la emoción, a la madre soltando alguna lágrima, a la novia abrazando a su amado. Son imágenes en las que podría esperarse que hubiera emociones desbordadas, y sin embargo si bien son emotivas, hay poco desborde.

Pero ¿qué hacen todos esos jóvenes concursantes de la televisión abrazándose con emoción desbordada con otros jóvenes que también lloran con hipos y pucheros, porque uno ha sacado un punto más que el otro, o porque uno abandona el concurso, o porque el otro no ha conseguido la puntuación necesaria para entrar en él?

Hoy día da la impresión de que cualquier palabra que no sea sinónimo de extrema gravedad, o que no vaya acompañada de un desborde de la emoción, no es verdadera. Quizá la cosa empezara por los medios de comunicación que suelen hablar de tragedia en lugar de drama, o de catástrofe climática cuando hay una tormenta un poco aparatosa, pero lo cierto es que ahora todo lo que ocurre parece ser importantísimo.

Escuchamos a la gente decir, por ejemplo: «Y entonces fulanita se derrumbó», y nos asustamos y preguntamos qué pasó y se nos contesta que es que entonces fulanita se puso a llorar. ¡Ahhhhh, bueeeeno, que se puso a llorar, qué susto me diste! Caramba, entre eso y el derrumbe hay una buena distancia.

También la hay entre el drama y la tragedia. En el drama, algo ocurre a algunas personas sin que éstas puedan remediarlo: han matado a su hijo en Libia, o en Kaboul, y vemos a una madre sostenerlo en sus brazos, a veces llorando a gritos, otras en silencio, sin poder evitar su angustia. Vemos incluso ceremonias militares, un ataúd con una bandera recibiendo honores militares, y algunos civiles de luto y conteniendo su dolor. Eso es un drama. Romeo y Julieta es también un drama —de ficción, pero un drama—, igual que La vida es sueño. También Ama Rosa fue un drama de la radio de los cincuenta: esa pobre criada a la que el señorito convierte en madre soltera sin que ella pueda hacer nada más que sufrir. Hay dramas reales y dramas de ficción.

Edipo podría haber sido también un drama, el de un pobre niño al que su padre destina a morir cuando aún es un bebé, por el miedo que le da que su hijo al crecer llegue a matarle, tal como la Esfinge había predicho. Incluso más adelante, cuando Edipo que ha sido salvado de morir, ha crecido y se dirige a Tebas cumpliendo su destino, si hubiera muerto habría sido un drama, ya que en el camino encuentra a un caballero que está dispuesto a no dejarle continuar. Edipo podría haber sido menos ágil, o menos hábil, o un tanto dubitativo, y haberse dejado matar por dicho caballero sin saber que se trataba de Layo, su padre, que tampoco sabía que aquel al que amenazaba era su propio hijo que no había muerto. Pero Edipo no se deja matar, es decir, ante la angustia no se lamenta, no duda, sino que salva su vida matando al caballero. Por eso se trata de una tragedia, porque ante la angustia, la persona hace algo más que llorar o que lamentarse. A veces no se puede hacer más que llorar; otras veces se puede hacer algo más, o distinto. Eso distingue al drama de la tragedia, aunque hoy se confunden ambos términos.

Encontramos pues que ante un problema, aparte de llorar, a veces hay varias maneras de actuar posibles. Y si entendemos perfectamente la pena de aquellos padres, madres y novias que despedían a su ser querido en la estación, o el desgarro de esas madres palestinas, o afganas, no entendemos sin embargo que a cualquier cosa que ocurra haya que responder con lágrimas de dolor o de emoción desbordada, o de gran afectividad: abrazos y besos apretados con gente casi desconocida (y ni hablemos de esos que van ofreciendo abrazos por la calle como si hubiera una epidemia de buenismo), sobre todo porque un concurso de televisión, dudamos que lo merezca.

Y es que la realidad de la vida es algo bastante diferente de un reality de televisión.