¿Niños o trastornados?

(Publicado en el Huffington Post, el 24 de febrero de 2016: huff.to/1T6nIYY )

niña soplando

El principal problema que encontramos hoy en día en los niños y adolescentes es que están muy mal educados. Yo comprendo que esto no es lo que se espera que diga alguien que, como yo, ha pasado los últimos treinta y seis años trabajando en su cura, pero lo cierto es que se trata del problema más frecuente.

Actualmente, los padres y madres tienen mucho miedo de educar o, mejor dicho, de sufrir las consecuencias que tiene el hecho de educar. Hemos escuchado muchas veces a padres que afirman carecer del valor de decir no a sus hijos -¡a veces de ocho o nueve años!-, porque éstos los miran enfurruñados o porque los amenazan o, lo que es tremendo, porque si les impiden algo, no parecen felices. Y entonces, los niños y niñas, en lugar de crecer como seres humanos, se crecen, lo cual no es lo mismo. Se crecen, aumentan las peleas, las rabietas, y entonces, llega un profe del colegio que sugiere que puede tener un trastorno. Y ahí ya la hemos fastidiado, porque los padres acudirán con él o ella a un psicólogo educado en una multiplicidad de técnicas de curar, a un psiquiatra joven que sabe mucho de química y de trastornos, y entonces diagnosticarán eso: un trastorno.

Evidentemente, hay otro tipo de problemas más graves: psicosis infantiles, autismos, etc, pero esos problemas los ha habido siempre y, por supuesto, hay que prestarles toda la atención del mundo y medicarlos. Pero la cuestión hoy en día es que problemas pasajeros que son propios de las vicisitudes del crecimiento, al ser convertidos en trastornos, aumentan. De la misma manera que aumenta la clientela de los laboratorios farmacéuticos que tendrán un filón asegurado desde prácticamente el nacimiento hasta la tumba. Desde el punto de vista económico, es impecable y ésta, y no otra, es la razón de que en los últimos DSM haya crecido el número de trastornos posibles, al mismo tiempo tiempo que crece la prescripción de medicamentos a los niños y niñas desde bien pequeños.
Eso ocurre con la complicidad de algunos profesores que, gracias a la medicación, tienen que hacer menos esfuerzo para mantener tranquila a su clase. O de los padres que, cuando lo que ocurre es que su pequeño o pequeña tiene un trastorno, ya no tienen que cuestionar nada de su vida familiar.

Pero nada de esto puede solucionarse sin tomar en consideración el tiempo. Sí, el tiempo que es necesario para que un niño se vaya haciendo mayor, el tiempo para pasar los padres tiempo con ellos charlando de las vidas de cada uno, el tiempo para escuchar a los niños y adolescentes que vienen a nuestras consultas, sin tener que hacer que sus palabras se ciñan al protocolo de preguntas que es obligado hacerles, y el tiempo que necesita una terapia psíquica para que pueda ser considerada como tal.

Que al paciente se le diga que hable de todo lo que se le pase por la cabeza y se le dé tiempo para ello (como ocurre en algunas consultas privadas y en algunas públicas), inaugura un principio de algo diferente, donde sus síntomas ya no van a ser algo extraño a su vida y a su devenir como sujeto, ya no van a ser el signo de que son unos trastornados (que es lo que se dice de quien tiene trastornos). No, los síntomas estarán engarzados con su historia, con su historia personal, familiar y social, y se van a ir modificando y desapareciendo a medida en que –y esto dependiendo de la edad del niño o niña– se vaya construyendo un armazón simbólico hasta entonces frágil, o bien se vaya deconstruyendo su cotidianeidad, su vida familiar, escolar y social.

Esta desaparición de los síntomas a medida que se van cocinando en su propia salsa, a medida que van hablando sobre las cosas que les suceden en la vida, no es lo mismo que suprimir la angustia que viene acompañando a los síntomas a base de medicación, sin intentar saber e intentar modificar lo que está pasando. Desde luego que la medicación es a veces una gran ayuda, pero nunca debería sustituir la palabra verdadera, esa con la que el niño va contándonos su niño secreto, que tanto sabe del sufrimiento, o esa que va sirviendo para apuntalar a un ser humano que es demasiado frágil para soportar todos los tsunamis vitales.
Lo que se considera progreso no siempre lo es: maestros y padres más tranquilos teniendo que hacer menos esfuerzo para educar. Medicinas para el dolor de vivir. Si no, piensen en aquel personaje de la literatura española para niños de mitad del siglo XX que aparece en el libro ‘Cuchifritín, el hermano de Celia‘ (http://www.casadellibro.com/libro-cuchifritin-el-hermano-de-celia-2-ed/9788420696720/74080)  y que fue lectura de tantos españoles. Cuchifritín era un niño muy revoltoso que desesperaba a sus padres y lo ponía todo patas arriba, pero a nadie se le ocurría decir que ese niño tenía un ‘Trastorno de hiperactividad con o sin déficit de atención’, el famoso TDAH (http://www.infocop.es/view_article.asp?id=6012&cat=47), ni mucho menos se le ocurría a nadie medicarle. Sólo lo educaban. En esos tiempos, el niño era sólo un niño: revoltoso, movido, inquieto, como se decía entonces, pero nunca un trastornado. Y nadie tenía miedo de educarle, de decirle que no, de dejarlo castigado en su cuarto sin postre y soportar su cara enfurruñada.

La disminución del tiempo para escuchar al niño se corresponde con el hecho de que el destino de los tratamientos psicológicos está cada vez más en manos de gestores y no de psiquiatras y psicólogos. Estos últimos, los facultativos clínicos, tienen cada vez peor formación en lo relativo al arte de escuchar, aunque cada vez conocen más técnicas psíquicas fáciles de aprender para alguien sin experiencia, técnicas que no dejan lugar a la escucha verdadera. Además, pierden su tiempo de trabajo en responder a las peticiones de evaluación e informes de los gestores de la salud cuyo poder es cada vez más abusivo. De este modo, el mundo de la empresa y sus valores, como la eficacia a corto plazo y la rentabilidad, priman sobre otras consideraciones. Eso es muy grave siempre que se trata de seres humanos pero, sobre todo, en edades en las que se está configurando lo que será un ser humano adulto digno de ese nombre.

(Pueden leer en este mismo blog la entrada «Hiperactividad»: http://wp.me/p2EKBM-3e )

Hiperactividad – Déficit de atención

Ya desde la guardería, incluso en el parque adonde acuden los padres y madres con los niños, escuchamos con frecuencia decir «este niño es hiperactivo», a veces de niños pequeñísimos. Y lo dicen sin sonrojarse ni nada. Si se nos ocurre mirar hacia el niño, veremos a un chavalín, o a una nena despiertos, inquietos, curiosos, incluso algunos francamente traviesos, incluso un poco insufribles. Pero nunca, en esos casos en que lo hemos escuchado en el terreno social, y casi nunca en el profesional, hemos visto que dicho niño o niña fueran hiperactivos.

Y es que a la gente le parece que hablar normal y ser prudentes es un desdoro, que les hace parecer incultos, y por eso ya no se puede decir: «qué niño más travieso», que parece anticuado hablar así, sino que se usa la palabra como si fueran acciones, insultando, diagnosticando, amenazando, y usando términos que son diagnósticos. Pero esos mismos padres y madres, o profesionales de la educación, seguramente no dirían con esa facilidad y en un parque delante de todo el mundo: este niño es un tuberculoso, o canceroso. ¿Por qué entonces se permiten diagnosticar sobre características psíquicas o del carácter? ¿Y por qué los psicólogos y psiquiatras españoles han vuelto sus ojos hacia la psiquiatría americana, en lugar de hacerlo, como antes, a la europea, que considera cualquiera de estas manifestaciones como un síntoma de algo que merece la pena ser explorado, y no como un trastorno a diagnosticar y medicar?

Qué problema, además, diagnosticar con tanta soltura, cuando desde los laboratorios farmacéuticos lo que se pretende es vender su sustancia Ritalina, comercializada con diversos nombres en distintos países (en España el extendido Concerta). Y qué daño se hace a los niños a los que se empieza a medicar bien pequeños. Eso sí, qué tranquilos quedan sus profes sin tanto revoltoso en su clase, y qué relajados sus padres que pueden dormir tranquilos. Y no digamos algunas madres con toques de lo que se suele diagnosticar como Munchausen, de esas que se muestran encantadas de victimizarse ante otras mamás por tener un hijo o hija enfermos.

A los psicoanalistas, a los psicólogos y psiquiatras, nos llegan muchas veces menores que han sido diagnosticados previamente por sus profes de guardería, del colegio, por sus familiares o vecinos. Y lo que nos encontramos en un noventa por ciento de las ocasiones son niños faltos de educación, a los que sus padres tienen miedo de limitar y, si lo hacen, sólo es con amenazas, y no con razonamientos. España es un país en el que no es fácil hablar sin proferir amenazas, pegar gritos o sentar cátedra. El amor por los razonamientos, por el sonido y el «tempo» de las palabras que los mayores emplean, cuando hay costumbre de ello en una familia, produce niños y niñas con capacidad de razonar y por lo tanto, con facilidad para dejar que pase un tiempo entre el momento de la ocurrencia y el de la acción. Ya es bastante difícil para un niño tener que aguantarse las ganas de hacer todo lo que se le pasa por la cabeza, pero si además no se le ha acostumbrado a pensar, a dudar, a resolver esas dudas con pensamiento, no habrá ningún motivo para que no lo actúe todo. Tengamos en cuenta, además, que tanto en la infancia como en la adolescencia, ellos están fraguándose como sujetos, discriminándose de sus mayores, y pasan por momentos de gran rebeldía, de oponerse a todo. Sí, es una pesadez, y para algunos padres una auténtica pesadilla, pero forma parte de los contratiempos de ser padres o de ser profesores.¿Es que los mayores no estamos dispuestos a pagar el precio por nuestras elecciones? ¿Y cómo queremos entonces que los niños paguen siendo disciplinados?

Evidentemente, no es sólo la falta de educación la causa de que algunos niños sean en exceso inquietos. Otras veces los niños, con su exceso de actividad (obsérvese que me niego a usar el habitual término diagnóstico), lo que intentan inconscientemente es sacar de su depresión a una madre o un padre hundidos en la tristeza. Otras, encontramos en la historia familiar a personas fallecidas por las que no se ha podido hacer el duelo, y un niño al que se le ha encomendado la tarea (inconscientemente, por supuesto), de representar a ese fallecido y volverlo a la vida. Ese niño, o esa niña, a los que se les ha echado una auténtica losa encima al encomendarles representar a un muerto, si tienen ni bien sea un adarme de salud mental, harán todo lo posible para demostrar que ellos no son un muerto, que están bien vivos, y lo demostrarán agitándose (es famoso el caso de Salvador Dalí, al que sus padres pusieron el nombre de un hermano muerto, y que con su modo de hacer estrafalario, él decía que se esforzaba en no ser el Salvador muerto).

Y en estos casos, y otros que hemos encontrado en nuestra carrera profesional, en los que se aprende mucho sólo de escuchar a los niños y sus padres, ¿de verdad se trata de medicar a los niños, de silenciarlos, o bien de hacerlos hablar a ellos y a sus familias de las circunstancias en las que todos están metidos sin darse bien cuenta del porqué, y permitirles con el solo uso de la palabra salir de ese estado?

Finalmente, hay algunos casos de niños que debutan muy temprano con sintomatología psicótica que a veces se manifiesta con lo que puede parecer a simple vista hiperactividad, pero que en realidad es una imposibilidad para incorporar cualquier tipo de restricción impuesta por la educación, no por rebeldía, sino porque no pueden incorporar en su mente esas restricciones. Muchos de esos niños son mal diagnosticados de Hiperactividad, por no querer los profesionales arriesgar una hipótesis de Psicosis, y son medicados con Concerta, en lugar de tratarlos ayudándolos mediante la palabra para evitar que la Psicosis vaya para adelante.

En cuanto al Déficit de atención -salvo en algunos casos de debilidad mental u otros problemas más graves en que la hiperactividad es simplemente un síntoma, no un trastorno-, lo hemos comprobado siempre en niños y niñas con un mundo interior muy rico, que han tenido que enfrentarse a duelos tempranos (por una muerte familiar, por una enfermedad grave, por manifestar una diferencia física con los niños de su edad), los han resuelto bien y eso les ha dejado un poso de profundidad interior que hace que muchas veces atiendan más a su interior (mucho más interesante para ellos) que a lo que sus profesores o padres les están diciendo. Ocurre también en niños y niñas muy «acosados» por sus mayores que les reclaman que respondan a sus expectativas. Padres y madres poco relajados que no conciben que sus hijos e hijas no cumplan a rajatabla sus propios ideales, lo que provoca a veces simplemente que sus hijos mientan, pero otras veces un repliegue al interior de éstos ya que, como nos dijo Freud hace más de cien años, la interioridad, el pensamiento consciente o inconsciente, no son sino lugares de resistencia, para mantenerse libres frente al entorno.

Esto es desesperante para los mayores, sí, en efecto, lo es. Nos solidarizamos con ellos. Pero ¿seguro que hay que diagnosticar como trastorno y medicar estos casos? ¿No sería mejor relajarse un poco de tanta expectativa sobre los hijos? Y en el caso de los profesores, ¿no sería mejor poder aceptar las diferencias y encontrar modos de hacerse con ellas, alimentándolas y sacándoles partido? ¡¡¡Señores y señoras, son gajes del oficio!!!